Sandra y otras dos voces afectadas se rebelan contra la Ley Trans de Montero: «La única forma de ser feliz y libre es aceptándote, no medicándote y modificando todo tu cuerpo».
Se sigue haciendo llamar Sandrita: al fin y al cabo, es el nombre que ha usado casi toda su vida. Con el que se identifica. Sin embargo, se define como «un hombre gay» que nació en 1986 en Castelar del Vallés (Barcelona) e hizo una transición de sexo -para tomar apariencia física de mujer- de la que se arrepiente. «Yo era un niño homosexual muy afeminado, con mucha pluma, en una familia bastante homófoba, a excepción de mi madre. Me hacían bullying en el colegio y en el instituto. Sufrí mucha discriminación», relata a El Español | Porfolio. «De hecho, me tocó vivir la época nazi de los noventa y me perseguían por la calle para matarme, literalmente, al grito de ‘maricón’. Iban de cacería. Yo corría como una gacela».
Cuando era un crío, miraba con fascinación las melenas largas. Los vestidos. Le encantaban los pintauñas y el maquillaje. Soñaba con ponerse minifalda. «Adoraba todo lo que se consideraba ‘de niñas’. Nadie me dejó expresarme libremente a causa de la educación sexista que se nos inculca. Yo quería vestirme así, pero parecía que, automáticamente, eso significaba ser una chica. Los sexistas piensan que una mujer es eso: una figura hipersexualizada», comenta. «A día de hoy sigue estando mal visto que un chico homosexual lleve minifalda si quiere. Así que lo que yo procuré fue camuflarme en el entorno para encajar en el sistema».
Empezó a trabajar en el mundo de la noche en Barcelona, donde conoció «a muchas personas trans que me fueron convenciendo de que su camino era el mío»: «Era todo muy confuso, una vorágine de vida nocturna, de drogas… Me refugié ahí porque mi padre nos maltrataba en casa a mi madre y a mí. Los fines de semana me travestía porque era el único momento en el que yo podía ser quien quería ser. Entre mi situación familiar y las voces de transexuales que me invitaban a hormonarme, empecé a automedicarme a los dieciocho años», recuerda.
Dice Sandrita que, en ese momento, hace casi veinte años, las normas eran más laxas y no les resultaba difícil conseguir hormonas sin receta. Estuvo un tiempo jugando con ese vacío legal hasta que buscó ayuda de un psicólogo y un endocrino para seguir bien las pautas y arrancar con un tratamiento hormonal supervisado. «Ahora pienso que nadie me hizo reflexionar nada. Los psicólogos y psiquiatras con los que hablé compraron enseguida que yo era una mujer. En ese momento se estilaba decir ‘soy una mujer atrapada en un cuerpo de hombre’. Ahora se dice ‘tengo identidad de género o sentimiento de mujer’. Es mentira. No hay ningún sentimiento de mujer. Eso no es científico ni lógico. Se nace mujer y punto», expresa.
Esto último es lo contrario a lo que dice la nueva y polémica Ley Trans propulsada por la ministra de Igualdad, Irene Montero (Unidas Podemos), que avala la despatologización de las personas trans y la libre determinación de género. El anteproyecto de la ley fue aprobado una primera vez el pasado junio en el Consejo de Ministros y pasó enseguida a examen de los distintos órganos consultivos. Volverá al Consejo de Ministros en segunda vuelta durante el primer trimestre de 2022. El texto no sólo ha enfrentado a Unidas Podemos con el PSOE, sino al movimiento feminista entre sí: las feministas radicales creen que una mujer sólo puede ser una hembra biológica y las transinclusivas apoyan que cualquier persona pueda identificarse como mujer si así lo siente, también las nacidas con genitales masculinos.
Otro de los puntos más espinosos de esta ley es cómo asiste a la infancia: los menores de 18 años y mayores de 16 podrán ahora pedir la rectificación del sexo de forma autónoma. Entre los 14 y los 16 también lo podrán hacer, pero apoyados por sus padres o tutores legales. En ninguno de estos casos habrá evaluaciones psicológicas o médicas. Entre los 12 y los 14 años se necesitará una aprobación judicial y el juez podrá pedir las pruebas que considere necesarias.
A Sandrita esto le parece «un delirio». «Nadie puede cambiar de sexo. Ningún cirujano puede conseguirte eso, porque el sexo es inmutable en los genes y el ADN»: «El género, sin embargo, es un constructo social que tenemos que abolir para poder ser libres de verdad y, desde nuestro cuerpo de nacimiento, expresarnos y vestirnos como queramos. El reto es que no haya ‘cosas de chicas’ o ‘cosas de chicos’. Eso es por lo que llevan las feministas luchando tantos años».
Cuenta que siempre odió su cuerpo y que ese malestar se acentuó en la adolescencia. «Empecé a desarrollar lo que yo creía que era disforia, pero era dismorfia. Esa angustia no se va con las operaciones, porque lo que hay que trabajar es la cabeza y el aceptarse a uno mismo: sólo así se puede aliviar un poco. Yo me hice una vaginoplastia y seguí odiando mi cuerpo», indica.
«El sistema médico te dice que cuando te operas el genital, tu disforia desaparece. No es así. Caes en un bucle de cirugías. Es un problema social y mental». Sandrita cree que la transexualidad no se puede despatologizar, como propone la nueva Ley Trans. «No tiene ningún sentido: si no es una patología, ¿por qué vas a la Seguridad Social a que te den hormonas o cirugías? ¿Por qué tienes que cambiar tu aspecto por entero?», lanza.
Al principio, el tratamiento hormonal le calmó la desazón y experimentó «euforia, alegría, bienestar», pero a la larga siempre quería más y la insatisfacción se iba más lejos: «Era un efecto placebo. Yo estaba cegado por la ideología transexual. Antes de hacerme la vaginoplastia tuve una sesión con un psiquiatra que me hizo preguntas muy sexistas, como ‘de pequeño, ¿jugabas con coches o con muñecas? Y claro, yo jugaba con Barbies. ¿Eso me convertía en una mujer o era un chico al que le gustaban las muñecas? ¿Por qué hay sólo una sola forma de ser hombre?», inquiere.
Tampoco la operación le resultó exitosa del todo. «Me tuve que operar dos veces por un problema de la uretra. Tengo amigas que se han operado también varias veces y, evidentemente, están psicológicamente muy mal. Ahí empecé a ver la luz y a darme cuenta de la mentira de la transexualidad. Pensé que me habían engañado. Pensé: si me he puesto en manos de unos médicos que me iban a solucionar un problema, ¿por qué tengo más problemas que antes de transicionar?», sugiere. «Es un shock muy fuerte. Es una cirugía muy invasiva. Perdí muchísima sangre. Se me caía el pelo. Ahí fue cuando me planteé qué es lo que había cambiado en mí realmente. Nada. Seguía siendo la misma persona, lo seré siempre. Ahí hice una reflexión profunda: ¿qué es ser mujer? ¿Llevar el pelo largo? ¿Depilarte? No. Claro que no. Ahí pensé: si estoy perdiendo pelo… ¿Ya no voy a poder ser una mujer?».
Pregunta.- ¿Te arrepientes de la vaginoplastia?
Respuesta.- Sí. Lo digo bien claro a día de hoy. Siento que soy víctima de todo esto. No me dieron opciones, me dijeron «te va a quedar genial la cavidad en cuanto a profundidad» y poco más. Pero esto que tengo no es una vagina ni una vulva, es un hueco que se cierra. Estaré toda mi vida con dilatadores.
P.- ¿Qué hay del placer sexual? ¿Se erosiona con el cambio genital?
R.- Sí se siente placer. Hay orgasmos. Me hicieron un neoclítoris: es un trozo de glande con sus terminaciones nerviosas para poder sentir.
P.- ¿Tuviste alguna complicación médica más derivada de los tratamientos?
R.- Llevo casi veinte años tomando esas hormonas tan tóxicas y tienen efectos secundarios graves: me puede dar una trombosis, un infarto, hay más posibilidades de desarrollar cáncer de mama… Cuando te haces la vaginoplastia, te conviertes en paciente de por vida, porque ya no tienes tu hormona biológica, que es la testosterona, así que tienes que estar con químicos para siempre. ¡Es un negocio redondo para ellos! La vida de las personas transexuales se acorta por esa medicación. A mí me ha afectado mucho: subidas de peso, retención de líquidos, pesadez, varices, incluso daño en el hígado y en el páncreas por la bilirrubina. Me salen petequias, manchas rojas, porque las hormonas espesan la sangre y las venitas se te van rompiendo por dentro. Y a nivel psicológico ni te cuento: ansiedad, depresión, paranoia… Las hormonas te revuelven mucho.
La opinión de los médicos
No reconoce todos estos efectos adversos Laura Montanez, de la Unidad de Género del Hospital Ramón y Cajal de Madrid, pero sí algunos de ellos. «Cualquier tratamiento crónico puede tener efectos adversos a lo largo del tiempo«, señala a esta revista la endocrinóloga, que define los riesgos más comunes: con los estrógenos, un incremento moderado del riesgo de trombosis, cardiovascular y de patología mamaria (benigna y maligna). Con la testosterona, indicada para los hombres trans, aumento de los glóbulos rojos en sangre -poliglobulia- y un posible incremento del riesgo cardiovascular.
¿Y son tratamientos de por vida? Señala Montanez que en casos de transición de hombre a mujer se prescriben terapias con estrógenos, que se recomiendan suspender en torno a los 50 años, como «les sucede a las mujeres cisgénero en la menopausia».
Otras hormonas como los antiandrógenos, fármacos para inhibir la testosterona, se pueden retirar después de la vaginoplastia y/o la extirpación de los testículos.
¿Y cuál es la visión de un especialista en cirugías como la vaginoplastia de la que reniega Sandrita? Ivan Mañero ha visto a alrededor de 10.000 pacientes en su consulta para cirugía de asignación de sexo, tanto en la actual, la Unidad de Género de su clínica privada, IM Clinic, como en las previas, incluida la del Hospital Clínic de Barcelona. Fue en la parte privada de este centro -Barnaclinic- donde realizó la primera vaginoplastia que se autorizó a una menor en España, una niña de 16 años a la que un juez tuvo que dar luz verde para entrar en quirófano en 2010.
Mañero no ha visto «jamás» un arrepentimiento. De hecho él, simplemente, no los llamaría así: «El transexual no se arrepiente, lo que puede pasar es que no fuera transexual». Y por ello, tiene claro que, antes de llevar a cabo una cirugía de este tipo, el profesional ha de evaluar que la persona que se quiere someter a una cirugía de asignación de género es realmente del género que quiere alcanzar en el quirófano.
¿Y qué pasa una vez que lo hacen, si se cumple esta regla -que él dice que seguirá aplicando con la nueva Ley-? «Que la gente se siente feliz tras la operación, incluso veinte años después». Por supuesto, Mañero habla desde su experiencia, la misma que le permite también dejar claro que «todas las cirugías trans son complejas».
Desde que él empezó, hace más de veinte años, las cosas han cambiado en el campo de la cirugía de asignación de género. Mañero comenta que el hecho de que por prescripción médica se pueda bloquear farmacológicamente la pubertad antes de los 16 años ha hecho que cambie el patrón de operaciones; es decir, es más común que se eviten cirugías, porque la persona transexual no tiene tanto interés en operarse al no haberse producido los cambios más asociados a su sexo biológico de nacimiento. Incluso si la persona quiere seguir operándose, puede que requiera de menos cirugías: «Si a un transexual masculino le evitas, por ejemplo, que le crezca el pecho, le puedes ahorrar una cirugía como la mastectomía [extirpación de los senos]».
«El transexual no se arrepiente, lo que puede pasar es que no fuera transexual»
Doctor Ivan Mañero
Además, Mañero comenta que las últimas guías de la Asociación Mundial Profesional para la Salud Transgénero (WPATH, de sus siglas en inglés) ya no obligan a hormonarse antes de iniciar los procedimientos quirúrgicos, algo que antes sí se recomendaba y daba lugar a situaciones traumáticas para el paciente. «Imagínate un hombre transexual que a los 14-15 años le crecen los pechos, pero él ya se viste ‘como hombre’, se ha cortado el pelo y utiliza una faja superfuerte para que no se le noten los pechos; antes, tenía que hormonarse con testosterona dos años antes de operarse, lo que podía dar lugar a que le saliera vello en las mamas, algo que no les agradaba», ejemplifica.
Hablar de cirugía de asignación de género no es hacerlo de una sola operación. Son muchos los procedimientos a los que pueden someterse hombres y mujeres transexuales que opten por operarse. El hombre que transita a mujer, comenta el especialista, es el que más cirugías suele hacerse, ya que las posibilidades incluyen desde la más obvia construcción de una vagina hasta implantes mamarios, lipoescultura feminizante -por ejemplo, en los glúteos- o feminización facial. En su experiencia, la cirugía por la que más se opta en este caso es por la vaginoplastia y un 60% se hace más de un procedimiento aprovechando su paso por quirófano, normalmente la vaginoplastia con implantes mamarios.
¿Y cómo es la vida médica de los transexuales una vez asignado el sexo con fármacos o cirugía? Mañero sostiene que tras el lógico seguimiento quirúrgico, «no tienen que ir al médico más que el resto de la gente». Eso sí, las molestias asociadas a una cirugía compleja no se las quita nadie: «Los pacientes son muy conscientes. Es un absurdo pensar que nadie se va a hacer esto ni por capricho ni por moda. Es gente que se la juega», concluye.
Sandrita no está de acuerdo con el doctor Mañero y sí se refiere a este proceso como «moda» o «invento»: «El negocio trans es homofobia pura y dura. La transexualidad es homofobia. En Irán, si eres homosexual, te matan, pero si siendo un chico gay dices que eres una mujer heterosexual, te cambian el sexo y te perdonan la vida. Con eso te lo digo todo», alicata. Contar su historia le está dando quebraderos de cabeza. «Cuando expreso mi discurso en redes me vienen mil insultos y acoso por parte de personas trans, me dicen que me muera… Siguen en su nube, creen que son mujeres y ya está. No aceptan otra visión», chasquea. «Lo bueno es que también me escriben muchos menores con dudas y les ayudo mucho psicológicamente, es gente que quiere ser libre de verdad y yo les digo que el camino para eso no es medicarse ni hormonarse, sino aceptarse».
Es consciente de que hay pocas personas que hagan público este proceso de destransición -los escasos estudios existentes señalan que los individuos trans que regresan al género que les asignaron al nacer es de menos del 0,5%-, pero ya le parece «como para pensárselo». «Hay algo que falla. Es un proceso muy doloroso. Seguro que hay más personas que se sienten incómodas con él y no se atreven a reconocérselo ni a sí mismas, porque vivir todo ese calvario de ida y de vuelta… No es nada sencillo. Además, se nos silencia. Se nos acosa desde las organizaciones LGTBIQ porque no les interesa nuestro discurso», denuncia. Los pronombres le son indiferentes. «Me sigo llamando Sandrita porque hace mucho que es mi nombre y porque mi aspecto sigue siendo femenino, así que me da igual que me hablen en masculino o femenino, no le doy más importancia».
«Si mi vida empezara de nuevo, sería un chico homosexual maquillado y muy pulposo, pero no me habría feminizado tanto»
P.- ¿Qué harías si pudieras volver atrás? ¿Encontrarías comodidad en el cuerpo de hombre con el que naciste?
R.- Lo he pensado muchas veces. Creo que con todo lo que he estudiado, aprendido y pensado al respecto, con toda la sabiduría que tengo ahora, si mi vida empezara de nuevo sería un chico homosexual maquillado y muy pulposo, maravilloso, pero no me habría feminizado tanto.
P.- ¿A quién culpas de tu situación?
R.- Al sistema sexista en el que vivimos y a todas las personas que se prestan a él: médicos, cirujanos, endocrinos, organizaciones trans… Les denuncio. En el caso de los niños es lo peor. Hay muchos pediatras y endocrinos que no están de acuerdo con la hormonación a menores pero tienen que acatar las normas. A Irene Montero no puedo ni verla. Le importamos cuatro pimientos. La nueva Ley Trans borra por completo a las hembras de la especie humana, y además creo que también borra a las personas que verdaderamente padecen disforia. En lo «trans» lo han englobado todo, es un cajón de sastre. Encima no puedes decir nada de esto porque te cae una multa. Nos censuran. Es una vergüenza.
La experiencia de Melisa Vallés (44 años, Ciudad de México) es similar a la de Sandrita. Se define como «un varón heterosexual». Nació siendo chico y en el año 2000 se planteó transicionar. «Hay personas que lo hacen por el rollo fetichista de verse fabulosos con tacones y ropa y maquillaje, son gustos estéticos que no están bien vistos en un bato, pero en mi caso iba más allá. Yo despreciaba lo que significaba la masculinidad tal y como la había conocido: agresión, vulgaridad, falta de higiene, falta de empatía, obsesión con el sexo, machismo. Yo no quería ser un hombre porque no me identificaba con nada de eso. Los hombres siempre me trataron mal, siempre desconfié de ellos», narra Melisa.
A su vez, adoraba a las mujeres. Las admiraba más que las deseaba, porque no se considera una persona muy sexual. «Es casi fraternal lo que siento por ellas». Su error, dice, fue pensar que si no quería ser hombre, tenía que ser mujer. «Me asaltó una disforia horrible. Afortunadamente, aquí en México no me fue fácil encontrar psicólogos o psiquiatras que me dijeran ‘sí, sí, por supuesto, eres una mujer’. Menos mal. Viví una travesía entre el psiquiatra y el endocrinólogo, me remitían uno al otro constantemente, y eso ralentizó el proceso», explica. «Luego empezaron a entrar en el país las primeras nociones queer y la tesis de la autoidentificación, de la autoafirmación. En ese momento lo celebré, pero ahora pienso que ojalá hubiera habido algún tipo de portal, algún tipo de salvaguarda para que no nos dejaran hacer este tipo de cosas de golpe».
«No quería ser hombre: despreciaba la agresión, la vulgaridad, la falta de higiene, la falta de empatía, la obsesión con el sexo»
En ese contexto nació la Clínica Especializada Condesa y así pudo conseguir las hormonas, pero tampoco le hicieron sentirse a gusto. «Me fui dando cuenta de que era un cambio meramente cosmético, no real. Los trans lo resuelven así: ‘Si eres lo más parecido a una mujer, ya eres una mujer’. Claro que parecer no es ser», reflexiona. «Transicionar me aumentó la disforia. Cada vez me sentía peor con mi cuerpo. La feminidad se me hizo peor que la masculinidad: me veía en el espejo y no podía tomarme en serio. Todas las imposiciones me dolían: odiaba el maquillaje, el usar faldas, porque, ¿cómo demonios te sientas, cómo demonios te mueves? Odié los tacones. Odié la caricatura que hacen de la feminidad y toda su hipersexualización. Se me hacía insultante. La comunidad trans resultó más machista [que los hombres cis]», dispara. «Yo huía de los hombres que trataban a las mujeres como un objeto y acabé convirtiéndome en ese mismo objeto».
La experiencia de Melisa Vallés (44 años, Ciudad de México) es similar a la de Sandrita. Se define como «un varón heterosexual». Nació siendo chico y en el año 2000 se planteó transicionar. «Hay personas que lo hacen por el rollo fetichista de verse fabulosos con tacones y ropa y maquillaje, son gustos estéticos que no están bien vistos en un bato, pero en mi caso iba más allá. Yo despreciaba lo que significaba la masculinidad tal y como la había conocido: agresión, vulgaridad, falta de higiene, falta de empatía, obsesión con el sexo, machismo. Yo no quería ser un hombre porque no me identificaba con nada de eso. Los hombres siempre me trataron mal, siempre desconfié de ellos», narra Melisa.
A su vez, adoraba a las mujeres. Las admiraba más que las deseaba, porque no se considera una persona muy sexual. «Es casi fraternal lo que siento por ellas». Su error, dice, fue pensar que si no quería ser hombre, tenía que ser mujer. «Me asaltó una disforia horrible. Afortunadamente, aquí en México no me fue fácil encontrar psicólogos o psiquiatras que me dijeran ‘sí, sí, por supuesto, eres una mujer’. Menos mal. Viví una travesía entre el psiquiatra y el endocrinólogo, me remitían uno al otro constantemente, y eso ralentizó el proceso», explica. «Luego empezaron a entrar en el país las primeras nociones queer y la tesis de la autoidentificación, de la autoafirmación. En ese momento lo celebré, pero ahora pienso que ojalá hubiera habido algún tipo de portal, algún tipo de salvaguarda para que no nos dejaran hacer este tipo de cosas de golpe».
«No quería ser hombre: despreciaba la agresión, la vulgaridad, la falta de higiene, la falta de empatía, la obsesión con el sexo»
En ese contexto nació la Clínica Especializada Condesa y así pudo conseguir las hormonas, pero tampoco le hicieron sentirse a gusto. «Me fui dando cuenta de que era un cambio meramente cosmético, no real. Los trans lo resuelven así: ‘Si eres lo más parecido a una mujer, ya eres una mujer’. Claro que parecer no es ser», reflexiona. «Transicionar me aumentó la disforia. Cada vez me sentía peor con mi cuerpo. La feminidad se me hizo peor que la masculinidad: me veía en el espejo y no podía tomarme en serio. Todas las imposiciones me dolían: odiaba el maquillaje, el usar faldas, porque, ¿cómo demonios te sientas, cómo demonios te mueves? Odié los tacones. Odié la caricatura que hacen de la feminidad y toda su hipersexualización. Se me hacía insultante. La comunidad trans resultó más machista [que los hombres cis]», dispara. «Yo huía de los hombres que trataban a las mujeres como un objeto y acabé convirtiéndome en ese mismo objeto».
La tercera voz de este reportaje es la de una «chica desistidora»: se trata de una mujer lesbiana que estuvo a punto de empezar a transicionar a chico pero finalmente no lo hizo. La llamaremos Laura. Es un nombre ficticio porque prefiere no desvelar su identidad por el acoso que está sufriendo. «Toda mi vida sentí que no encajo con la gente de mi edad, sobre todo con las chicas. Se burlaban de mí en el colegio porque me gustaba correr, hacer deportes o llevar ropa ancha, así que llegó el momento en el que pensé que si me comportaba como un chico, es que en realidad era un chico», cuenta.
«Tengo disforia desde los diez años, que fue cuando empezó mi desarrollo sexual y empezaron a crecerme los pechos. Odiaba mi cuerpo. Me ocultaba tras la ropa. Con 15 años fui a una psicóloga y me dijo que yo era trans. Luego se lo dijo a mi madre. ‘Si es que yo sabía que era trans porque desde el primer día viene con sudaderas enormes y lleva coleta…’. Fíjate qué sexismo», lamenta Laura. «Me alimenté del tema por redes sociales. En Instagram, en cuanto buscas ‘trans’, no te aparece nada crítico, al revés: sólo gente que te incita a transicionar diciéndote que es estupendo, que es lo que necesitas para sentirte bien. También tenía amigos que eran así: uno era una chica trans, otros eran pansexuales… Nos retroalimentábamos. Había cierta presión de grupo».
«Con 15 años fui a una psicóloga y me dijo que yo era trans porque llevaba ropa ancha y coleta. Luego se lo dijo a mi madre»
Desde los 15 a los 18 quiso transicionar, pero esperó a su mayoría de edad: «Me informé y decidí hacerlo a los 18 porque mis padres no me apoyaban, tenía muchas trabas y quería acabar bien mis estudios antes de empezar un proceso tan importante». No llegó a hacerlo porque al entrar en la Universidad de Oviedo para estudiar Psicología, conoció al profesor José Errasti. «Nos daba una asignatura llamada Personalidad y hablaba sobre la formación del yo. Tratamos la cuestión del género y de cómo el género se forma a partir de los roles. Ahí empezó a encajarme todo», recuerda.
«No fue de un día para otro. Yo me rebelaba contra él, le hacía muchas preguntas. Defendía a las personas trans: ‘Si se siente mujer, es mujer’, decía yo. Iba contra cualquier razonamiento. Pero poco a poco fui reflexionando. Coincidió con que dejé las redes sociales porque estaba saturada y ya no tenía esa retroalimentación de cuentas trans. Empecé a leer a feministas como Laura Redondo o Paula Fraga y entendí que la solución para la disforia no era operarse, porque siempre vas a ser una mujer y vas a odiar tu cuerpo por muchas cirugías que te hagas», alerta Laura.
P.- ¿Qué opinión te merece la Ley Trans?
R.- Es un despropósito enorme, sobre todo porque no va a buscar el origen de la disforia. Hasta ahora teníamos una ley que permitía transicionar a personas adultas con disforia continuada en el tiempo, diagnosticadas por especialistas y con causas difíciles de solucionar que venían desde la infancia. Yo eso lo entiendo y lo puedo compartir. Es gente a la que se ha intentado ayudar con terapia y no se ha conseguido, porque el odio contra el propio cuerpo era tan grande que tenían que transicionar. Bien. Pero esta nueva ley va contra todas las leyes de la psicología. ¡Cree en el autodiagnóstico, en creer de entrada al paciente! Eso es un despropósito. No busca la recuperación de la persona, sino su medicalización. Encima no permite cuestionar nada. Y, obviamente, me preocupa más por el tema menores, ya que el 80% de los niños con disforia la superan al dejar atrás la adolescencia. Pero no sólo por eso, ¡es que son niños! Es una burrada enorme.
P.- ¿Qué le dirías a Irene Montero?
R.- A Irene Montero le pido que piense. Que aplique lo que ha estudiado en la carrera. Que lea. Una de las cosas más importantes en Psicología es ayudar a la persona a aceptar su cuerpo, ayudarla para que deje de sufrir psicológicamente, no aceptar el autodiagnóstico y decir que todo se cura con pastillas. Sencillamente, si hubiera existido esta Ley Trans cuando yo tenía 15 años, hubiera transicionado. Eso es lo que más rabia me da. Y también me da miedo.
Más datos trans:
¿Cuántas personas trans hay en España?: Lo más llamativo es que no hay estadísticas oficiales, sólo aproximaciones. Las publicaciones académicas estiman que la población trans y no binaria oscila entre el 0,1% y el 2% entre adultos.
¿Cuándo se creó la primera Unidad de Identidad de Género dentro del Sistema Nacional de Salud?: Fue en el año 1999, en Andalucía, concretamente en Málaga. No obstante, ya desde los años 80 algunos endocrinos en España prescribían terapias de afirmación de género para responder a la demanda de tratamiento hormonal existente por parte del colectivo trans.
¿Cuántas personas han cambiado de nombre y de sexo en el Registro Civil en la última década?: 1.227 personas, más de la mitad en los últimos tres años.
¿Cuándo se hizo la primera operación de resignación de sexo en España?: Hace 32 años.
¿Cuántas personas solicitan en España una intervención de reasignación de sexo?: De nuevo, estimaciones. Entre 200 y 300 al año, parece ser, pero no está bien contabilizado, porque estos datos se refieren sólo a quienes lo hacen por la sanidad pública. Se entiende que la mayoría de los casos -teniendo en cuenta la lista de espera- acuden a la sanidad privada.
¿Qué duración tiene la lista de espera por la Seguridad Social?: Es de una media de seis años.
¿Cuánto cuesta una vaginoplastia?: Aunque depende del paciente, aproximadamente entre 16.000 y 24.000 euros.
Fuente: El Español