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Chantaje, culpabilidad y crueles tratamientos: así era ser gay o lesbiana en el Hollywood dorado

Chantaje, culpabilidad y crueles tratamientos: así era ser gay o lesbiana en el Hollywood dorado
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‘Hollywood’, la serie de moda en Netflix, ha reimaginado una era dorada de la industria mucho más benevolente y justa. La realidad no era así, sino más parecida a la que aquí describimos: ser LGTB en Hollywood era un secreto que podía acabar contigo

Durante sus primeras dos décadas del siglo XX el recién inaugurado Hollywood fue una juerga. La sociedad presuponía que la farándula se regía por reglas distintas al resto de la población y eso incluía un libertinaje sexual que a menudo no distinguía de géneros y que tampoco juzgaba a gays, lesbianas o bisexuales. En aquella época, la fluidez de género se consideraba lo más moderno en las grandes ciudades. Pero en 1931 tres escándalos enturbiaron la fiesta de Hollywood: se destapó la sórdida vida sexual de la actriz de moda Clara Bow, la prensa documentó las enfermedades mentales de la novia de América Mary Astor y el director F. W. Murnau falleció cuando su coche se estampó contra un poste eléctrico y la rumorología cuchicheó que el motivo había sido que el conductor, el asistente filipino del director, estaba recibiendo una felación de Murnau. El chaval tenía 14 años.

Varios grupos religiosos se manifestaron en contra de Hollywood, la nueva obsesión de la nación, y llamaron al boicot al considerar la industria del cine un lupanar de vicio y perversión que daba mal ejemplo al público. Por eso en 1934 se impuso el Código Hays, según el cual un comité de escoltas de la decencia prohibían aquellas escenas que ellos consideraban inmorales. Pero las estrellas debían ejercer como modelos de conducta también fuera de la pantalla (ya que sus vidas personales interesaban tanto o más que sus películas), así que los estudios incluyeron una cláusula moral en sus contratos: los actores debían llevar una vida acorde con los valores éticos y evitar situaciones indecentes, inmorales o que se prestasen al ridículo y a perder el respeto del público. Y esto, por supuesto, incluía cualquier escarceo sexual no normativo. Por eso la androginia de los artistas de los años 20 dio paso a virilidades y feminidades extremas. Por este motivo, estas diez estrellas se pasaron su vida ocultando su identidad.

 

Rock Hudson con Mary Castle (a su derecha) y Jackie Loughery en 1953. Foto: Getty

Rock Hudson, “193 centímetros de masculinidad”

Su imagen pública. Hudson era un adonis cuyo perfil (una belleza armónica de buen corazón, sin profundidad ni neurosis) ayudó a Estados Unidos a salir de la oscuridad tras la Segunda Guerra Mundial. Sus papeles en Gigante y, sobre todo, en las tres ingenuas comedias románticas que protagonizó junto a Doris Day devolvieron el optimismo a la nación. En aquella época se le conocía como el Rey de Hollywood, un columnista lo describió como “193 centímetros de masculinidad” y en una ocasión acudió a un evento junto a la cantante Vera-Ellen disfrazados de estatuillas del Oscar.

Su secreto. Roy Fitzgerald trabajaba como camionero hasta que se sometió a una transformación para ser un producto prefabricado de Hollywood y, en concreto, del despótico agente de estrellas Henry Willson. Este le dio un nombre viril, curtió su voz hasta que necesitó cirugía en las cuerdas vocales y corrigió sus amaneramientos atizándolo con una regla cuando contoneaba sus caderas al andar o hacía aspavientos de más con las manos. La actriz Noreen Nash contó en 2007 que Hudson y Elizabeth Taylor apostaron durante el rodaje de Gigante quién de los dos se llevaría a James Dean a la cama primero y, según Nash, ganó Rock Hudson a los pocos días de empezar a rodar. En 1955, justo antes del estreno de GiganteLife lo puso en portada subrayando su soltería y asegurando que, a los 29 años, sus fans ya estaban “impacientes por verlo casado, si no tendrá que dar explicaciones”. La revista de cotilleos Confidential amenazó con destapar la homosexualidad de Hudson, así que Willson ofreció como sacrificio a dos de sus otros productos (Rory Calhoun, que había estado en la cárcel, y Tab Hunter, que era gay) y obligó a Hudson a casarse inmediatamente con su secretaria Phyllis Gates.

¿Salió del armario? Nunca. Hudson se separó de Gates, quien aseguraría que estaba genuinamente enamorada de él, a los 12 meses de matrimonio y jamás volvería a casarse. En la última alfombra roja por la que caminó, por el estreno de Estación polar cebra en 1968, algunos asistentes le gritaron insultos homófobos. El actor cayó en el olvido en los 70 al convertirse en una reliquia de la América más mojigata, hasta que regresó a las noticias en julio de 1985 cuando desveló que padecía sida. Él no pretendía contarlo, pero tras escribir de forma anónima a sus amantes para advertirlos uno de ellos vendió la historia a la prensa por 9.000 euros. Su último papel fue en Dinastía, donde la desinformación en torno al sida le llevó a falsear los besos por temor a que fuese contagioso a través de la saliva. El mundo se lo tomó como una confirmación de su homosexualidad y su muerte en octubre de aquel mismo año concienció a la sociedad en torno al entonces llamado “cáncer gay”: las donaciones ciudadanas para la causa se duplicaron y unos días después de fallecer Hudson el congreso anunció una inversión de 200 millones de euros para la investigación de la enfermedad. “Hace dos años organicé un acto benéfico por el sida y no conseguí que una sola estrella acudiese”, aseguraba Joan Rivers. “La admisión de Rock ha sido una forma terrorífica de atraer la atención del público americano”. O como sentenció Morgan Fairchild: “Rock Hudson le puso cara al sida”. Su amigo Ronald Reagan a quien llegó a visitar en la Casa blanca, sin embargo, todavía tardaría dos años más en pronunciar la palabra “sida” en público.

 

Cary Grant en la cubierta de un barco en 1955. Foto: Getty

Cary Grant, la quintaesencia de la estrella de Hollywood

Su imagen pública. El canon de la masculinidad del siglo XX era una creación tan artificial que hasta el propio Archibald Leach (nombre real del actor) declaró “todo el mundo quiere ser Cary Grant, incluso yo quiero ser Cary Grant”. Su elegancia natural y su sarcasmo encantador lo convirtieron en la quintaesencia de la estrella de Hollywood durante tres décadas: desde No soy un ángel en 1933 hasta Charada en 1963, dos años antes de su retirada a los 61 años en calidad de leyenda.

Su secreto. Cuando llegó a Hollywood Archie convivió con el diseñador de vestuario Orry Kelly, quien siempre mantuvo que fueron pareja abiertamente durante los permisivos años 20. Aquella relación duraría nueve años, hasta que Grant se fue a vivir con el actor Randolph Scott. El caso de Grant es muy particular porque, aunque siempre negó los rumores en torno a su sexualidad, no tuvo reparos en posar para un reportaje de la revista Modern Screen junto a Scott. Las fotos muestran a las dos estrellas en la mansión que compartían en Los Feliz (Los Ángeles) en escenas domésticas idílicas (cocinando con delantales, desayunando en pijama, bañándose en la piscina) e incluso tocándose con una intimidad poco habitual. La relajación con la que Grant y Scott posaban en estampas de pura felicidad costumbrista como la de Cary tumbado a los pies de Randolph mientras leen el periódico, Randolph tocando el hombro desnudo de Cary o ambos haciendo pesas semidesnudos se convirtieron en un clásico inmediato del homoerotismo. El periodista gay Ben Maddox acompañó las fotos con un texto plagado de guiños para que los lectores homosexuales comprendiesen que los dos actores eran pareja. Si los actores mantenían una relación no parecían esforzarse demasiado en ocultarlo. El supervisor del guión de My favorite wife (“Mi esposa favorita”, título de su segunda película juntos y, según los mentideros de Hollywood, apelativo con el que Grant llamaba a Scott) contaría que ambos compartían camerino a pesar de tener cada uno el suyo. Grant y Scott dejaron de vivir juntos cuando el primero se casó con Virginia Cherrill en 1935, pero un año después se separó de ella (Cherrill alegó alcoholismo, malos tratos y un nulo interés sexual por parte de su marido) y volvió a vivir con Scott tanto en su mansión de Los Feliz como en la segunda residencia que se compraron juntos en la playa de Santa Monica. Grant y Scott convivieron un total de 12 años, más de lo que duró ninguno de los cinco matrimonios de Cary Grant. Su amiga Carole Lombard definió su amistad como “la relación perfecta: Randolph paga las facturas y Cary las envía por correo”.

¿Salió del armario? Cary Grant negó su homosexualidad hasta el punto de que en 1980, seis años antes de su muerte, demandó al cómico Chevy Chase por difamarle llamándolo “homo” en un chiste. La millonaria Barbara Hutton, su segunda esposa, solía contar en sus reuniones sociales que el único hombre que no había querido sacar nada de ella en su vida había sido Cary Grant. “Ni siquiera sexo”, remataba una amiga suya. Su única hija, Jennifer, rebatió los rumores de homosexualidad aunque aclaró que al actor le gustaba que “pusiesen en duda su hombría” porque así podía sorprender a sus amantes femeninas demostrándosela. La biografía de Marc Eliot, sin embargo, especuló con que Grant era en realidad asexual y que, aunque prefería la compañía masculina, en cualquier caso su deseo era más de camaradería y afecto platónicos. “Las necesidades físicas de Grant no eran especialmente tórridas, el sexo era casi algo accesorio” escribía Eliot. Randolph Scott se casó, adoptó dos hijos y murió dos meses después que Grant. Orry Kelly, por su parte, falleció en 1964. Grant fue uno de los portadores de su ataúd.

 

Marlene Dietrich en 1932. Foto: Getty

Marlene Dietrich y su abrumadora ambigüedad sexual

Su imagen. Sus siete colaboraciones con el cineasta Josef von Sternberg (entre ellas El ángel azulMarruecos y La venus rubia) la convirtieron en un mito instantáneo que personificaba fantasías que el público ni siquiera sabía que tenía: seductora, con una seguridad en sí misma arrolladora y vestida de esmoquin (en Marruecos llegaba incluso a besar a una mujer), la alemana Dietrich entró en el imaginario colectivo y jamás lo abandonó. Durante la Segunda Guerra Mundial declinó una invitación de Hitler a visitar su país y apoyó activamente a las tropas norteamericanas actuando para ellas en numerosas ocasiones y recaudando fondos para la contienda. En aquella época pasó a ser un símbolo patriótico, pero en ningún momento dejó de ser un icono de la cultura queer gracias a su abrumadora ambigüedad sexual.

Su secreto. Según contaría su propia hija, María Riva, Dietrich utilizaba el sexo con los hombres como una herramienta de poder para controlarlos y manipularlos mientras que el sexo con mujeres era una cuestión de placer íntimo. La biografía escrita por Riva aseguraba que había muy poca gente del Hollywood clásico con el que su madre no se hubiera acostado. La actriz regentaba lo que ella llamaba “un círculo de costureras”, en el que se congregaban mujeres lesbianas, bisexuales o con la curiosidad de explorar su sexualidad. Por aquel grupo pasarían Ann Warner (la esposa del presidente de Warner), Claudette Colbert o Dolores del Río. Incluso Edith Piaf, según algunos rumores. Tallulah Bankhead, una de las mayores estrellas de la época, fue vetada de la pandilla por tirarle los tejos a Greta Garbo. De hecho el gran misterio romántico de Dietrich es si mantuvo o no una relación con Garbo, su rival en el trono de la estrella más exótica de los años 30, porque ambas aseguraban no conocerse a pesar de haber rodado una película juntas en Alemania en 1925. Quizá esa relación proviene más de los deseos mitómanos que de hechos concretos porque no existen pruebas de la bisexualidad de Garbo (aunque la correspondencia descubierta en 2001 entre Garbo y su mejor amiga de la adolescencia, Mimi Pollack, sugiere que ambas estuvieron enamoradas toda la vida). Oficialmente Garbo y Dietrich se conocieron en casa de Orson Welles en 1945, pero eso no explica que ante su amiga común Salka Viertel (abiertamente lesbiana) ambas se refiriesen a la otra con nombres clave (Garbo era “la chica escandinava” o “la vikinga”, Dietrich era “Mary” o “Dushka”). “Todas tenían que ser lesbianas en los años 30, incluso aunque no quisieran”, aclararía Garbo según la biografía de Karen Swenson. “Desde luego se vestían como tal y acudían a bares de lesbianas, era la moda. Y era un paso lógico en la liberación de las mujeres”.

¿Salió del armario? Dietrich nunca se identificó como bisexual, pero desafiaba abiertamente las constricciones del género: practicó boxeo en los años 20, se definía como “un caballero en el fondo de mi corazón” y mantuvo una relación con la millonaria Joe Carstairs (nacida Marion Barbara), una corredora de lanchas motoras que vestía como un hombre, llevaba tatuajes en los brazos, tenía una muñeca como mejor amiga y acabó comprando una isla en el Caribe desde la cual reinó sobre una colonia de bahameños. Marlene Dietrich vivía su sexualidad con tal libertad que en una ocasión despertó a su hija para enseñarle su cama llena de maquillaje: se había acostado con Yul Brynner en pleno rodaje de El rey y yo y quería presumir de su conquista. “En América el sexo es una obsesión en otras partes del mundo, es solo un hecho”, dijo Dietrich.

 

Rudolf Valentino oliendo flores en 1920. Foto: Getty

Rodolfo Valentino, el primer sex symbol masculino

Su imagen pública. En pocas palabras, Valentino desvirgó al público norteamericano. Él no vendía belleza, carisma o virilidad: vendía directamente sexo. Su aspecto exótico (era de Apulia, el tacón de Italia) y la impetuosa iniciativa sexual que desbordaba en sus películas le dieron el sobrenombre “Latin lover”, inventado por los estudios para él. El calentón colectivo de la clase media con Valentino convirtió a El caíd y Los cuatro jinetes del Apocalipsis en dos de las películas más taquilleras del cine mudo en los años 20. “No se parece a tu marido. No se parece a tu hermano. No es el hombre con el que tu madre quiere que te cases”, admiraba la revista Photoplay. Rodolfo Valentino fue un símbolo de la incipiente liberación sexual de las mujeres y de la nueva atracción de Estados Unidos por el exotismo europeo.

Su secreto. Más allá de la rumorología del muy jugoso pero nada fiable Hollywood Babylonia, no está demostrado que Valentino no fuese heterosexual. Las teorías parten de que su primera mujer, la actriz Jean Acker, era lesbiana y nunca consumaron el matrimonio y de que, para ser un mito erótico, a Valentino se le conocen pocos escarceos. Sin embargo, su carrera es un ejemplo de cómo las sexualidades alternativas pasaron de ser el combustible de Hollywood a un estilo de vida intolerable cuando el cine se convirtió en una industria masiva. Valentino fue el primer sex symbol masculino, lo cual le equiparaba (más o menos) a la cosificación y explotación que hasta aquel momento era solo cosa de mujeres. Él era un hombre que se ofrecía sexualmente para dar placer y satisfacer fantasías femeninas (que, en El caíd, pasaban por el secuestro y la violación) y por tanto fue criticado con sorna como un representante de la masculinidad defectuosa. Llevaba pendientes, abrigos de piel y rímel. Llevaba relojes en la muñeca, entonces considerados joyería femenina, y un brazalete (en aquella época las joyas eran percibidas como símbolos de posesión que los maridos compraban a sus mujeres para confirmar que les pertenecían) que la prensa consideró “un brazalete de esclavo” que su segunda mujer le había regalado para someterlo. Tantos hombres empezaron a imitar sus ademanes melifluos y a peinarse hacia atrás con crema que se los bautizó como los “Vaselinos”. A los tipos ligones se les apodaba “caídes” y a las mujeres aventureras “shebas”. En 1926 un periodista del Chicago Tribune denunció su ultraje al descubrir que habían instalado una polvera en el lavabo de un club de caballeros: “¡Homo Americanus! ¿Por qué nadie ahogó a Rudy, alias Valentino, hace años? ¿Acaso les gusta a las mujeres un hombre que se empolva la cara en el lavabo y que se atusa el pelo en el ascensor? Hollywood es la escuela nacional de la masculinidad así que Rudy, el hermoso hijo del jardinero, es ahora el prototipo del hombre americano”. Aquel artículo, que conseguía resultar a la vez racista y homófobo, bautizaba a Valentino como “un pompón rosa”. El actor se sintió tan humillado por este apelativo que retó al periodista a un duelo, como si de una de sus películas se tratase, y cuando le informaron de que los duelos eran ilegales optó por un combate de boxeo. El autor del artículo estaba enfermo de tuberculosis y no replicó, pero Valentino seguía empeñado en demostrar su hombría y convocó varias peleas de boxeo invitando a periodistas y fotógrafos. “Valentino no es ningún marica”, aseguró uno de sus contrincantes tras caer a la lona. Fue la mejor campaña publicitaria posible para El hijo del caíd. Y aquella sería su última película.

¿Salió del armario? Si Rodolfo Valentino ha pasado a la posteridad como uno de los gays en el armario del Hollywood dorado es precisamente porque ya se especulaba con su sexualidad cuando él estaba vivo. El actor falleció por una peritonitis a los 31 años. En torno a 100.000 admiradoras acudieron a su sepelio, algunas adolescentes se suicidaron y así, aún después de muerto, Valentino siguió revolucionando la cultura popular: se considera que su funeral es una de las piedras fundacionales de la cultura de la celebridad que hoy sigue obsesionando a las masas. Minutos antes de morir el actor abrió los ojos, miró a sus médicos y exclamó: “¿Qué, me he comportado como un pompón rosa?”.

 

Montgomery Clift en 1950. Foto: Getty

Montgomery Clift, atormentado por sus demonios e incapaz de asumir su homosexualidad

Su imagen pública. Hollywood se pasó diez años intentando seducirlo pero él no tenía ningún interés en dejar el teatro. Y cuando accedió a hacer cine, ya con casi 30 años, lo hizo a lo grande: La herederaRío RojoYo confiesoDe aquí a la eternidad. Fue una de las primeras estrellas en negarse a firmar un contrato con un estudio porque quería elegir sus proyectos (y no quería que le obligasen a casare con una mujer) y por eso rechazó Al este del edénLa ley del silencio o El crepúsculo de los dioses. Su belleza melancólica era tan abrumadora que La heredera literalmente trataba sobre cómo nadie se creía que se hubiera enamorado de Olivia de Havilland. La naturalidad al actuar de Clift, que chocaba con la impostura de la época, enamoró al público, a la crítica joven y a la academia, que lo nominó al Oscar tres veces en sus primeros cinco años de carrera.

Su secreto. Desde su muerte en 1966, se ha escrito sobre Montgomery Clift en términos de melodrama. “Un hermoso perdedor”, titulaba una biografía. “El suicidio más largo de Hollywood”, según su profesor de interpretación, en referencia al abuso del alcohol y las drogas que precipitaron su muerte a los 45 años. Clift pasó a la posteridad como un hombre atormentado por sus demonios e incapaz de asumir su homosexualidad. El accidente de coche que desfiguró su rostro, el cual tuvo que ser reconstruido quirúrgicamente, añadió textura de tragedia a un mito que tantos años después sigue sin dar una resolución. Apenas se le conocen romances, ni siquiera se casó para guardar las apariencias y los fetichistas del Hollywood dorado consideran que su mejor amiga, Liz Taylor, fue el verdadero amor de su vida. Fue ella quien según la leyenda le sacó los dientes de la garganta para que no se asfixiase tras el accidente, quien amenazó a los fotógrafos con arruinarles la vida si sacaban una sola foto de su aspecto (lo cierto es que no existen imágenes del accidente, a pesar de la presencia de paparazzis) y quien cuando el conductor de la ambulancia les exigió dinero por llevarlos al hospital le arrojó una sortija de diamantes a la cara.

¿Salió del armario? Precisamente fue Liz Taylor quien confirmó, en un evento por el colectivo LGTB en 2000, que su “amigo más íntimo y mejor confidente” Monty era gay. Pero un documental de hace dos años dirigido por el sobrino del actor quiso arrojar luz, literalmente, sobre su legado. Making Montgomery Clift se desmarcaba del tópico de la figura trágica para presentar a la estrella como “un hombre con el sentido del humor de un payaso”, que prefería sus interpretaciones después de la cirugía y que se sentía plenamente cómodo con su sexualidad. Su madre asegura saberlo desde que el niño tenía 12 años y el actor Jack Larson contaba que cuando conoció a Clift le dio un beso en la boca con total naturalidad. Según el documental, parte del aura de “homosexual atormentado” que sigue teniendo Montgomery Clift viene porque sus biografías más populares se editaron en los setenta, una década todavía marcada por la homofobia sistémica. Su abuso de los tranquilizantes venía, sobe todo, por las dolorosas secuelas físicas de su accidente y por la ansiedad que le provocó una demanda de Universal. El director John Huston declaró que había sido imposible trabajar con Clift en Freud, pasión secreta y las compañías de seguros se negaron a cubrir su póliza arruinando así su carrera en el cine. Lo cierto es que Huston, quien en su autobiografía expresaba la repulsión que le provocaba la homosexualidad de Clift, le hizo la vida imposible durante el rodaje de Freud porque se enteró de que el actor había mantenido relaciones con otro hombre durante su estancia en el castillo que Huston tenía en Irlanda. Así que, según ese documental, lo que llevó a Montgomery Clift a una espiral de autodestrucción no fue su homosexualidad sino la homofobia.

 

Tab Hunter en 1960. Foto: Getty

Tab Hunter: América no quiso creer que su ídolo dorado era gay

Su imagen pública. Tenía un físico tan perfecto que su casting para Island of Desire consistió en quitarse la camiseta. Las adolescentes estadounidenses se enamoraron de Hunter en masa, lo cual le llevó a protagonizar Más allá de las lágrimas (en un papel por el que también lucharon James Dean y Paul Newman) y Warner compró los derechos del musical de Broadway Malditos yanquis solo para que él pudiera protagonizar su adaptación al cine. Es más, el éxito de su single Young Love llevó a Warner a abrir una filial discográfica solo para editar los discos de Tab Hunter. Con sus papeles de vaqueros, marines o soldados con rizos dorados, Hunter fue la respuesta luminosa e inofensiva a la que la América tradicional se aferró en contraste con el volátil James Dean, el hipersexual Elvis Presley o el animal Marlon Brando. En aquella época Hunter recibió el apodo de “el chaval de los suspiros”, porque sus apariciones en pantalla despertaban esa reacción en la sala.

Su secreto. Cuando Confidential publicó que Hunter había sido arrestado en su juventud en una “fiesta de pijamas” llena de “viciosos retozando” y “maricas estridentes”, el actor entró en pánico pero Warner le aseguró que América no querría creer que su ídolo dorado era gay. Y así era: Hunter fue la estrella más taquillera de Warner durante los cinco años siguientes. Para aplacar los rumores el estudio lo emparejó con su otra estrella de moda, Natalie Wood, pero la prensa sensacionalista los apodó “Natalie Wood & Tab Wouldn’t” (que suena como “Natalie lo haría y Tab no lo haría”). La influyente periodista de cotilleos Louella Parsons se preguntaba en su columna si Tab era “el tipo de chico” con el que Natalie quería terminar. Cansado de hacer de adolescentes de sonrisa permanente, Hunter negoció el final de su contrato con Warner y voló libre en 1961. Primero se fue a Europa, donde mantuvo una relación con el bailarín Rudolf Nureyev, pero echaba de menos cumplir su sueño de criar caballos. Durante los 60 y los 70 trabajó en subproductos de serie B y actuando en restaurantes hasta que John Waters, quien lo considera la estrella más perfecta de Hollywood, le ofreció un papel en Poliéster. “¿Qué te parecería besar a una travesti de 150 kilos?”, preguntó el director en referencia a Divine. “Bueno, he besado cosas peores” respondió Hunter.

¿Salió del armario? El éxito de Poliéster resucitó a Tab Hunter, ahora como estrella kistch, y él abrazó su segunda vida con Lust in the Dust, donde volvió a trabajar con Divine. En aquel rodaje conoció a su marido, Allan Glaser, con quien estuvo 35 años hasta la muerte del actor en 2018. Pero antes Tab Hunter quiso contar su historia en una autobiografía y un documental con un título vacilón: Tab Hunter: Confidential. En ellos, el actor recordaba su conflicto juvenil al sentirse “dolorosamente aislado entre la homofobia casual de la mayoría de la gente y la subcultura flagrantemente gay de Hollywood, donde tampoco me sentía cómodo ni aceptado”. Donde sí se encontraba en su terreno era trabajando en sus establos y conviviendo con su marido en una casa en la que no había ni un solo recuerdo de su fama. Incluso regaló el disco de oro que ganó por Young Love. Hunter envejeció como la antítesis de la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses, sin nostalgia alguna por su gloria perdida. Quizá porque había ganado demasiadas cosas a cambio. Aunque le seguía costando hablar de su homosexualidad (“Me educaron para ser discreto y privado, mi madre era una alemana muy estricta y religiosa así que me enseñó que no se habla de esas cosas” confesaba) y aunque el último capítulo de su autobiografía se titulaba “Feliz de ser olvidado”, Tab Hunter consiguió exactamente lo contrario: pasar a la posteridad y hacer historia como la primera superestrella del Hollywood clásico en salir del armario.

 

Anthony Perkins en 1960. Foto: Getty

Anthony Perkins, sometido a brutales tratamientos psiquiátricos para intentar curarse

Su imagen pública. Perkins entró en el motel Bates con una nominación al Oscar, un Globo de Oro, dos nominaciones al Tony y varios éxitos musicales pero salió convertido en Norman Bates para siempre. El asesino más famoso de la historia del cine, uno de los primeros en protagonizar su película y uno por los que el espectador ha sentido más compasión sin dejar de sentir terror. Alfred Hitchcock sabía perfectamente lo que hacía al fichar a Perkins para Psicosis: el actor apenas se relacionaba con sus compañeros, iba por ahí contando que había vivido una relación platónica con una mujer dominante y se definía a sí mismo como “un niño de mamá”. Cuando era pequeño, su padre viajaba a menudo así que Tony sentía celos de él cada vez que regresaba y le arrebataba la atención de su madre. El niño deseaba que su padre muriese, lo cual ocurrió cuando Tony tenía cinco años. “Asumí que mi padre había muerto porque yo lo deseaba con todas mis fuerzas”, admitiría de adulto describiendo una relación complicada con su madre, quien lo protegía mediante unas muestras de afecto con “cierta connotación sexual”. El último plano de Perkins en Psicosis, mirando a cámara sonriente, sigue siendo lo primero que viene a la cabeza del público cuando alguien menciona el nombre del actor. O, incluso, muchos lo asocian a su silueta oscurecida con una peluca asestando puñaladas en la ducha a Janet Leigh. Una escena que le persiguió toda la vida y en la que él ni siquiera aparecía.

Su secreto. Si Perkins y Tab Hunter hubieran podido vivir su relación en público habrían sido una de las parejas más glamourosas del Hollywood clásico: el bicho raro, introvertido y actor de carácter saliendo con el chico más rubio de América. Tab y Tony solían salir a cenar con amigas en citas dobles pero al terminar se volvían solos a casa. Mientras que Warner aconsejó a Tab Hunter que viviese su vida siempre y cuando lo hiciese con discreción, Paramount no fue tan comprensiva con Perkins. El estudio exigió que rompiese su relación de tres años con Hunter, pero no hizo falta porque él se le adelantó: Tab protagonizó el drama de béisbol El precio del éxito en televisión y luego se enteró de que su propio novio le había robado el papel en la adaptación cinematográfica. No volvieron a hablarse.

¿Salió del armario? Perkins jamás se planteó no ya salir del armario, sino siquiera ejercer como homosexual. Estaba convencido de que su condición sexual estaba perjudicando su carrera, así que se sometió a brutales tratamientos psiquiátricos para intentar curarse. Perdió la virginidad a los 39 años, con la actriz Victoria Principal, y se acabó casando a los 41 con su mejor amiga de la escuela, Berry Berensson, quien llevaba toda la vida enamorada de él. “Había una sensación de matrimonio real entre ellos”, recordaría el escritor y amigo Dominick Dunne. “Fuera lo que fuera lo que ellos tenían, era maravilloso y era una familia de verdad”. Perkins y Berensson tuvieron dos hijos, Elvis y Oz, y siguieron casados hasta la muerte del actor por complicaciones relacionadas con el sida en 1992. (Berensson falleció en los atentados del 11 de septiembre de 2001). “Elegí no contar mi enfermedad en público porque, citando mal aquella frase de Casablanca, ‘no se me da bien ser noble”, confesó Perkins en un comunicado publicado póstumamente. “Hay muchos que consideran que esta enfermedad es una venganza de Dios, pero yo he aprendido más sobre el amor, la generosidad y la comprensión humana gracias a las personas que he conocido en esta gran aventura en el mundo del sida de lo que jamás aprendí en el mundo competitivo y la degüello en el que pasé toda mi vida”. Sus cenizas descansan en su hogar, dentro de una urna con una inscripción sacada de una canción de Cole Porter popularizada por Bing Crosby, Don’t Fence Me In: “No me encierren”.

 

Janet Gaynor con el diseñador Gilbert Adrian con quien se casó en 1939. Foto: Getty

Janet Gaynor, vivió en el armario para evitarse problemas

Su imagen pública. La primera ganadora del Oscar a la mejor actriz (por AmanecerSéptimo cielo y Street Angel) con solo 22 años y una de las primeras estrellas bautizadas con el apelativo de “Novia de América”. Esta popularidad se debía al contraste entre su actitud de muchacha sana y honesta y las femme fatales de moda en la época. En 1938, a los 32 años, se retiró a pesar de estar en la cima gracias al estreno un año antes de Ha nacido una estrella. “Quería vivir una vida, así que dejé de hacer películas”, se limitó a explicar.

Su secreto. Tras su retirada se casó con el diseñador de vestuario Adrian (responsable, entre otros muchos clásicos, del vestuario de El mago de Oz). Adrian era abiertamente homosexual, lo cual ha generado teorías de que su boda fue uno de los denominados “matrimonios de lavanda” entre dos homosexuales para acallar rumores. Según el libro Broken Face in the Mirror, Gaynor no ocultaba su lesbianismo durante su juventud, e incluso se acercaba a lo que en la época podría considerarse activismo, pero cuando le llegó la fama en Hollywood optó por vivir dentro del armario para evitarse problemas.

¿Salió del armario? No, pero se compró un rancho en Brasil al lado de la casa de su mejor amiga durante décadas, la actriz Mary Martin. Con ella viajaba cuando un conductor borracho chocó contra el taxi en el que iban las dos mujeres junto a Adrian y un amigo de Martin. Gaynor nunca se recuperó de las lesiones y murió dos años después, en 1984, a los 88 años. Está enterrada en el cementerio de las estrellas, Hollywood Forever.

 

Charles Laughton en 1959. Foto: Getty

Charles Laughton, abrumado por la culpabilidad que le provocaban sus deseos sexuales

Su imagen. Se le consideró el mejor actor del mundo con un don sobrenatural para los acentos y, gracias a su físico, accedía a papeles que los galanes no podían ni imaginar: villanos, emperadores, monstruos, reyes y vagabundos. Laughton los hacía a todos humanos, cálidos y reconocibles. Años después, mucha gente todavía se acuerda de él cuando piensa en Enrique VIII, Quasimodo o Nerón.

Su secreto. Su mujer Elsa Lanchester (cuyo papel más emblemático es La novia de Frankenstein) abrió la puerta un día y se encontró con un policía acompañado de un chapero que le exigía más dinero a Laughton “por los servicios prestados”. Así fue como Lanchester se enteró de la homosexualidad de su marido, la cual no había sospechado (a pesar de no mantener nunca relaciones) porque tal y como ella misma explicó en su biografía “tened en cuenta que era muy buen actor”. El matrimonio siguió casado, unido por su amistad y por aficiones comunes como salir a recoger flores.

¿Salió del armario? Laughton se pasó la vida abrumado por la culpabilidad que le provocaban sus deseos sexuales, así que fue incapaz de entablar relaciones sentimentales con otros hombres y prefería rodearse de prostitutos jóvenes. El actor sentía que nadie podría desearlo porque, según él mismo bromeaba, tenía “la cara como el culo de un paquidermo”. No ayudaba que sus compañeros de trabajo lo humillasen por su condición sexual: durante los ensayos de una obra de teatro, Henry Fonda le gritó: “¿Y qué sabrás tú de ser un hombre, gordo maricón?”; en el rodaje de Motín a bordo, Clark Gable se mostró irritado con sus ademanes afeminados y el director le pidió que fuese más viril (Laughton respondió: “Eso es construcción de personaje, por lo cual cobro extra”). En 1960, el actor y su esposa se mudaron a una casa en Santa Monica junto a la del escritor Christopher Isherwood y su novio para trabajar en una obra sobre Sócrates. Como Laughton, Sócrates había sido un hombre acomplejado por su físico cuya vida había girado en torno a la búsqueda de belleza. Aquella amistad con Isherwood y su pareja animó a Laughton a reconciliarse con su condición sexual e incluso llegó a vivir algunos romances sin culpabilidad. Murió dos años después.

 

William Haines en el papel de Bill Whipple en la película ‘Speedway’ (1929). Foto: Getty

William Haines vivió fuera del armario sin avergonzarse ni disculparse

Su imagen pública. El productor Irving G. Thalberg lo describió como el arquetipo del nuevo hombre americano: “Un vendedor moderno que cuando quiere algo va a por ello”. Las comedias El sargento Malacara o La estudiante colocaron a Haines entre las diez estrellas más taquilleras de 1926, una distinción que mantuvo durante los cinco años siguientes (llegando al número 1 en 1929) haciendo una transición exitosa hacia el cine sonoro porque en pantalla su ritmo para la réplica sarcástica tenía la misma precisión que el propio actor en la vida real. Cuando un periodista le indicó que tendía a ladear los labios en sus diálogos, Haines respondió “pues nunca he recibido ninguna queja”.

Su secreto. William Haines era, efectivamente, un tipo que cuando quería algo iba a por ello. Y eso incluyó a Clark Gable, Ramón Novarro y Norma Shearer (según él contaría, “la única mujer que ha logrado levantármela”). En 1926, justo cuando empezó su racha de éxitos, Haines conoció a un chaval llamado Jimmy Shields y se lo llevó a vivir con él. La industria estaba en pleno pánico al escándalo en 1931 cuando Haines fue arrestado durante un escarceo sexual con un marinero. El presidente de la Metro Louis B. Mayer le obligó a casarse con Joan Crawford. Haines se negó (“ya estoy casado”, le aclaró, refiriéndose a Shields, “estoy dispuesto a renunciar a Jimmy si tú te divorcias de tu mujer”) y además le indicó que no pensaba firmar la cláusula de moralidad. Cuando se inauguró el primer bar gay de Los Ángeles no-clandestino, Haines acudió con Shields de la mano y vestidos de esmoquin. Así que en 1933, cuatro años después de ser las estrella más taquillera de Hollywood, la Metro rescindió su contrato y Haines se retiró de la actuación para siempre con 33 años.

¿Salió del armario? Nunca estuvo dentro, en realidad. Convivía con Jimmy Shields sin avergonzarse ni disculparse. Y junto a él abrió un negocio de decoración de interiores que, gracias a sus contactos en Hollywood, lo convirtieron en el interiorista más importante de California. Haines llenó de luz las oscuras mansiones de las estrellas de Hollywood con antigüedades orientales, papeles de pared con estampados de paisajes europeos y estatuas grecolatinas. Así nació el estilo Hollywood Regency que inundaría las revistas de cine durante décadas: butacones de terciopelo, cortinas pesadas, lámparas de araña, marcos de satén, cerámicas chinas y mobiliario inglés reemplazaron a los horteras estampados de leopardo. Puede que Hollywood le diese la espalda, pero Haines prefirió no vengarse y redibujar Hollywood tal y como él se lo imaginaba: como un lugar hermoso donde ser feliz. Y esa es la imagen de Hollywood que los mitómanos tuvieron durante décadas. “Es un sentimiento muy agradable estar alejado de las películas pero seguir siendo parte de ellas porque todos mis amigos siguen ahí. Puedo ver la parte bonita del cine sin tener que ver la parte fea de los estudios”, celebraba Haines. Entre sus clientes estuvieron su gran amor platónico Joan Crawford, Gloria Swanson, Carole Lombard o Ronald y Nancy Reagan. Cuando en los 80 los Reagan llevaron el glamour de Hollywood a la Casa blanca encargaron la redecoración de sus estancias a Ted Graber, un discípulo de Haines, para que cumpliese el sueño de su mentor. Haines había muerto en 1973 sin poner aquel broche de oro a su carrera. Semanas después Jimmy Shields se suicidó. Joan Crawford definiría sus 47 años de relación como “el matrimonio más feliz y el más exitoso de todo Hollywood”.

Fuente: El País

 

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